domingo, 6 de enero de 2008

Parte 30

Tampoco supo por qué justo a fines del ' 75 al Rulo se le ocurrió dejar el taller mecánico de su padre y se fue a laburar en mantenimiento con un contratista en la zona de Campana o Zárate, para hacer reparaciones en la Dálmine o en el puente Zárate-Brazo Largo. Lugar poblado de activismo basista si lo había: montos, perros, variantes socialistas, perucas de izquierda y ortodoxos de pura cepa, remedaban en esa zona del Paraná de las Palmas lo que militantemente bajaba desde Villa Constitución con el Pichi, generándole más de un dolor de huevos a la marrón de Papagno.

Sí: tiene que haber sido un error el viaje del Rulo a esos lugares o, por ahí, lo que pasó fue que el olfato querendón le jugó una mala cuando se enganchó con una morocha de esas que no tienen una sola arruga en las rodillas que ayudan a describir unas gambas alucinantes al caminar.

Y aun así: ¿qué carajo tenía que hacer ahí, justo ahí, donde ya decían que chupaban compañeros entregados por empresas, burócratas sindicales o fachos de la Triple A...?.

Nunca dejó de extrañarlo al Rulo. Ni a su carita apendejada manchada de grasa al terminar una jornada en el taller del viejo, ni a sus cimarrones lavados por el agua hervida en el calentador...El Rulo.

Y pensaba cómo entender que se había hecho peronista, que desde que llegó a esos lugares apoyó cada lucha que se presentaba en los obradores, que firmó solicitadas, que piqueteó en porterías de fábrica, que marcó tarjeta cada día de cada turno rotativo, que se juntó con la morocha, que tuvo un pibe, que lo empezó a criar en una casilla de un barrio que -cree- se llamaba Lubo...El Rulo.

Apuró el paso para llegar el taller del viejo del Rulo, sin saber cómo reaccionaría ante él después de tanto tiempo, tantas cosas y tantos agujeros repletos de ausencias.

No pudo decir nada cuando miró al viejo a los ojos.

Y se puso a llorar.

Campanero

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